Wednesday, February 15, 2006

Piotr Pst





¿Conoces a Piotr Pst?


No fue su andar cansino, casi arrastrando los pies por la acera, lo que nos detuvo, unos metros después de habernos cruzado con él en una elegante callejuela del londinense Hampstead.
Ni fue tampoco su pelo encanecido, ni el bastón en el que apoyaba sus años por lo que tuvimos que mirarnos a los atónitos ojos.
Annie y yo llevábamos apenas un par de días recorriendo la capital de nuestro Imperio, acompañando a Paul en la presentación de la traducción inglesa de su última novela, No me gustan las croquetas. Nos habíamos despedido de él con las manos, desde la puerta del salón donde sufría la enésima rueda de prensa y pudimos intuir un leve mohín de disgusto, del tipo no-me-dejéis-aquí, cuando levantó la cabeza por encima de la cordillera de periodistas, para darse por enterado.

Cuando volvimos la mirada, después de comprobar cómo los dos pensábamos lo mismo, aquella figura encorvada terminaba de doblar la esquina. No fue, digo, lo que vimos lo que nos impactó cuando pasó a nuestro lado, una más de las muchas personas con las que te cruzas distraídamente por la calle, sino cómo se nos quedó mirando al llegar a nuestra altura, levantando la cabeza con la boca entreabierta, como agotado por el esfuerzo, mientras su único ojo, ya vago, parecía preguntarnos si ibamos a apartarnos, o si por el contrario habría de hacer un esfuerzo suplementario para sobrepasarnos.

Después de convencernos mutuamente de que no era un sueño lo que acabábamos de ver, volvimos sobre nuestros pasos, con la sensación creciente de estar viviendo uno de los momentos más indescriptibles de nuestra vida.
Cuando quisimos darle alcance, se había desvanecido entre la multitud y, cansados de lo que quizá sería una ilusoria búsqueda, infructuosa por lo demás, decidimos tomarnos un descanso y acotar nuestra imaginación.

Entramos en un café, el Louis Patisserie. Lo recuerdo porque me guardé en la gabardina, subrepticiamente, un hermoso posavasos.
Detrás de la columna que nos ocultaba había una mesa repleta de tartas y pasteles, distinguidamente expuestos para los clientes. Annie se acercó a buscar un par de bollos de crema para acompañar el té, y volvió completamente pálida, con los ojos desencajados y el plato tembloroso, con los bollos a punto de caer.
-Está ahí, t-tiene q-que ser él-, musitó mientras se sentaba en el borde de la silla.
-T-te digo que es él, Albert, estoy segura-, repitió, completamente azorada, mientras se pasaba el flequillo por detrás de la oreja.

Me aproximé inmediatamente a las tartas e intenté disimular poniendo pasteles en mi plato, mientras espiaba las mesas buscándole. De pronto, di con una mesa apartada, con un vaso y una botella de lo que me pareció ser Loch Lomon, y un periódico desplegado. Cuando me agaché a recoger los bollos que se me habían caído con mi mecánico acto de llenar el plato, y entre los improperios de una camarera entrada en años y en kilos, de mejillas increíblemente sonrosadas, me quedé petrificado: el periódico se cerró y dejó ver tras él la mirada inquisitiva, atraída por el incidente, del anciano. No podía dar crédito, tenía que ser él: sin ninguna duda, el parche en el ojo no dejaba lugar a dudas.

Cuando volví a la mesa, los dos caímos en un histérico nerviosismo, atrayendo sobre nosotros una miríada de curiosas miradas; no podía estar pasando aquello, no podía ser verdad, estar sentados a escasos metros de toda una leyenda para nosotros, de alguien para quien, en el mejor de los casos, sólo eramos dos molestos ciudadanos, extranjeros, probablemente.

Entendimos que debíamos acabar con aquello, para bien o para mal, y, después de tomar aire, nos aproximamos a su mesa, donde esperamos de pie, sin atrevernos a molestarle, hasta que el hombre bajó el periódico y, después de repasarnos durante unos segundos que nos parecieron interminables, pronunció un escueto - can I help you?-.
Yo intenté presentarme, torpemente con mi penoso inglés, pero Annie me rescató, haciendo uso de su impecable dominio del idioma, y consiguió arrancarle, después de beber un sorbo de su whiskey y estudiarnos de nuevo con su recuperado ojo-pareciera que el Loch Lomond infundía en ese personaje un renovado vigor-, un escueto -yes, I am-, a su pregunta -Excuse me, sir, are you Mr. Pst, Piotr Pst?.

Fue increíble, asombroso, indescriptible. Al final conseguimos vencer su desconfianza - gracias, Annie- y acabó invitándonos a un par de copas en su misma mesa. No me gusta molestar a la gente, en especial cuando están tranquilamente enfrascados en su lectura, pero cuando salimos de aquel café, completamente ensimismados, pude entender que al señor Pst le causó una grata impresión nuestra genuina admiración por él, olvidado como estaba, y que incluso fue para él un momento placentero sentirse agasajado por dos desconocidos.

Fue sin duda uno de los momentos más felices de nuestra vida, y mientras estábamos allí, con él, recordé aquella vez en que le pregunté a Annie: ¿Conoces a Piotr Pst?.
Supimos que su vida no había sido nada fácil, que había nacido en Estonia en 1923, que él y su familia lo habían pasado muy mal durante la guerra mundial-aunque no quiso adentrarse en aquellos recuerdos, el brillo en su ojo así lo denunciaba-, y que, acabada la contienda, con un parche en el ojo y empobrecido, tuvo que ganarse la vida como mercenario, hasta que se vió cansado de ser engañado constantemente por rufianes del tipo de Rastapopoulos y demás ralea.
Nos dijo que conservó la amistad durante mucho tiempo con Tintín y los demás, y que, curiosamente, se había hecho inseparable de un tal Parker, un tipo que por lo visto trabajaba en el yate de Rastapopoulos; él fue quien los avistó con el catalejo cuando estaban perdidos en el mar. Dijo que Parker y él habían pasado por casi las mismas cosas, y después de decir esto tuvo que beber un trago y decirnos que lo había perdido hacía un par de años, y cuando las lágrimas afloraron en su ojo Annie y yo nos miramos. Finalmente nos dijo que pasó el resto de su vida trabajando para Laszlo Carreida, y que nunca podría agredecerle como él quisiera haber confiado en él para pilotar su avión, aún con un solo ojo.

Había tenido una mujer de la que se enamoró mientras estuvo en el Khemed; dejó caer que la había perdido por su mala vida .Yo quise entender que ella le había dejado pero Annie sostuvo, en aquella memorable cena en el hotel con Paul, que no daba crédito a lo que estaba escuchando - locos, estáis completamente locos- , que no, que seguro que habían sido muy felices y que ese "la había perdido" quería decir que la habían asesinado y que por ello había decidido dejar el lado oscuro. Luego discutimos porque a mí me parecía que no tenía por qué meter la saga astral en cada conversación, pero entonces fue cuando Paul despertó de su letargo para criticarme por despreciar o, mejor aún, por no saber apreciar las bondades de la Guerra de las Galaxias. Pero en fin, esa es otra historia.

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