Sunday, June 04, 2006


ON THE SUNNY SIDE OF THE STREET

by Tom Baxter



Tuve que romperme las piernas para empezar a escribir. Y rompérmelas en uno de esos recurrentes momentos críticos que tanto me gustan, porque no dejan de ser un motivo perfecto para no hacer nada. Hube de pasarme meses postrado en una cama entre cuatro paredes para lograr por fin plantar cara a todos mis miedos e inseguridades. Pero bueno, lo hice, y aquí me tienen, desgranando como puedo mis aburridos vicios. Lo más difícil ha sido contener la apatía que me define, aplacar las ganas de hundirme en el somnoliento sofá para pensar en las - adoro esta palabra- musarañas.

Seguro que alguien algún día dijo que cuando tocas fondo sólo tienes dos posibilidades: convertirte en un espantoso pez abisal o empezar a subir y subir hasta llegar a alcanzar cotas jamás imaginadas. Aún no sé qué es lo que el destino tiene reservado para mí, si tiene algo o si simplemente existe. Yo quisiera creer que sí hay un destino, aunque sólo sea para refugiarme en esa posibilidad y esperar la gloriosa venida de los buenos tiempos. Otro ejemplo de mi patética querencia por la vagancia más absoluta. Esperar a que venga el destino a ofrecerte té con pastas es como pensar que, por el simple hecho de conocerte, el mundo sabe cómo eres realmente y qué le puedes ofrecer, sin ninguna demostración.

Yo quería ser pianista de jazz. Yo quise ser muchas cosas. Pero sobre todo pianista de jazz. En Nueva York. I mean, pasarme la vida tocando en uno de esos night-clubs de los que no hay en esta ciudad de provincias; elegantes y por qué no, decadentes a más no poder, uno de esos bares donde tomarse una copa después de un largo día de trabajo, escuchando buena música, aflojarse la corbata y beber gin- tonic pensando en cuándo cambiará el viento. Cómo esperamos todos ese viento a favor, es curioso. Y en esa penumbra del, llamémosle, Annie Hall, también habría mujeres con la mirada perdida, en una esquina de la barra, y parejas incipientes prometiéndose lo que nos prometemos todos sin remedio en esos momentos, ese tipo de promesas que recordaremos con tristeza cuando todo se termine y haya que esperar para ofrecer nuevas otra vez de nuevo. Quizá las mismas promesas que envidrian la vista de la chica de la barra.

Un día cualquiera entre semana, quizá un martes, tendríamos el local sin excesiva concurrencia, y en esos días podría no notarse mi presencia en el rincón, y sí las teclas del piano confortándoles. Habría de alternar piezas movidas y rápidas con otras más intimistas, que son las que más me gustan porque uno se sienta en este tipo de sitios buscando melancolía, y más un martes por la noche. Qué demonios, dejaría los temas rápidos para el fin de semana, para que duren más poco aún esos esperados dos días.

Cuando uno nace en una ciudad como ésta se le cierran muchas puertas, y me alegro de poder escribirlo y no decirlo, porque sé que irremediablemente vendría alguien a decirme que no, que todos podemos alcanzar nuestros sueños vivamos donde vivamos. Afortunadamente no hay nadie a mi alrededor, y es un descanso porque hay momentos en los que no apetece tener gente alegre y optimista junto a ti. En realidad no soporto a ese tipo de gente siempre sonriente, con cara de imbécil. En realidad, no soporto a la gente. Y además, me gusta estar triste.

Eso precisamente me dijo mi mujer cuando me dejó un domingo a media tarde, justo antes del verano. Lo cierto es que nunca pude agradecerle lo suficiente aquella frase. A veces es sorprendente con qué profundidad te definen personas en quienes , más que ver unos ojos preciosos, ves unos ojos vacíos. Me acongojan, siempre, los ojos vacíos, porque nunca pueden estar tristes.

Me gusta mi ciudad porque no la veo. Contemplo mi vida como si fuera una película, con su propia banda sonora. Así es que cuando paseo por sus calles, podría estar en cualquier sitio del mundo. Pero no es el mundo un lugar al que ir cuando quieres atrasar lo máximo posible la vuelta a casa, en especial cuando nadie te espera.

- Tienes los ojos tristes, Fred.

Después de aquello, pedí el traslado a Nueva York. Aún me quedaban algunos amigos de la universidad, pero ninguno había descarrilado y no me apetecía salir de la oficina y oxigenar sus vidas con copas de compromiso.
Me sentía como si jamás hubiese dejado esta ciudad. Sólo habían pasado doce años, pero pronto empecé a recordarlos como un intervalo difuso, la sensación confusa de no haber sido yo quien vivió aquellos años huidizos, de no ser Rose, a quien me costaba ya recordar, aquella niebla.

El Baker’s lo encontré una noche mientras volvía a casa, después del acostumbrado plato combinado en el Phillie’s.
Hacía un par de semanas de mi regreso y aún no había encontrado mi camarera ideal. Sólo quería sentarme siempre en la misma barra, escuchar música y olvidarme de todo.
Antes de quitarme el sombrero ya había dejado Sophie el posavasos de papel y una cálida sonrisa, y entonces dejé de buscar y recuerdo que Harry comenzó a tocar las primeras notas de Solitude.
En aquellos días andaba yo delicadamente alcoholizado; digo delicadamente porque apuraba las copas con lágrimas en los ojos, con sonrisa de clown.
Nos hicimos amigos muy pronto: al segundo o tercer día comenzamos a hablar. Eran un matrimonio muy agradable; frisaban los cuarenta pero no tenían edad. Habían puesto el bar cinco años antes y aunque no les iba del todo mal, soñaban con convertirse en una referencia. De momento, la sensación que me daba el local era el de una bombilla mal iluminada, con un par de polillas revoloteando alrededor.

Pero lo cierto es que algo había allí que me resultó familiar, y abandoné la idea de montar mi propio negocio. Para qué. Resultó que Harry profesaba mi misma religión musical y, cuanto más hablaba con él, más cercano le sentía.
- No hay nada que hacer, Fred. Te asombraría saber cuán pocos valoran la buena música.
Al principio lamenté su existencia, porque Sophie era la clase de mujer que siempre había querido tener. Pero quizá por eso, pronto entendí que nunca dejaría de amarle.

Harry terminó por vencerme poco después. Después de horas y horas de conversación, tenía un conocimiento exacto de mis estados de ánimo.
Era maravilloso beber el primer trago y ver cómo me saludaba desde el piano dándome la bienvenida, sin levantar las manos, tocando para mí On the sunny side of the street.


(Posiblemente continuará...)

Thursday, June 01, 2006




A FEW WORDS BETWEEN TWO FELLOWS

by Tom Baxter


"Lo único que se le pasaba por la cabeza era si, en su caída, la suerte que le había empujado a esa decisión le aguardaría con un lazo de despedida en forma de inocente peatón. Llegado al primer piso, comprobó horrorizado que, a veces, las trayectorias convergen.
Y la desventura. "



Sirva este relato como humilde homenaje a un escritor único: Paul Auster.

El otro Paul ha creado una ingeniosa moda: el microblog.
Gana quien sepa juntar mejor 50 palabras. Sólo 50 palabras, ni más ni menos.
Arriba está mi participación.

Bases aquí: www.blogg-this-way.blogspot.com