Thursday, January 31, 2008


One life, one lifetime (Un final posible enajenado). A Paul
Los disparos ensancharon el estrecho callejón a martillazos, pero no llovía, así que el charco había de estar, por fuerza, ensangrentado.
Matellán dio un par de pasos hacia su izquierda y dejó caer su pistola sonriendo nerviosamente. Tiempo atrás, se lo hubiese pensado dos veces antes de descerrejarle dos tiros a nadie, pero tiempo atrás, dice, aún era de día.
El soplo le vino muy de mañana, probablemente de Píriz. Carlota dijo después que recibió una llamada a mediodía: -Aquí Matellán. Estaré en el 6589 un par de horas, pero que sea importante.
Una vez colgó el teléfono, volvió a descolgarlo y salió de la habitación por la escalera de incendios; a la altura del segundo piso perdió el sombrero, que recogió con gran alivio más tarde en el techo de un contenedor de vidrios, y doblada la esquina, tuve que correr para llegar a verle acomodarse en el asiento de atrás de un taxi ya en movimiento.
Una respuesta hosca, a modo de gruñido, desactivó la locuacidad del taxista, que depositó su aburrido fardo tres o cuatro kilómetros más cerca de las afueras, próximo ya a las naves industriales.
El alambre de espino recorriendo los muros olía a privacidad, a sueños enlatados. El frío comenzó a despertarse, y Matellán se subió el cuello de la gabardina mientras sujetaba el cigarrillo con los labios. Parpadeó con un mohín de disgusto cuando el humo penetró en sus ojos y entre lágrimas de picor volvió a mirar impaciente su reloj. - No tardará en salir.
Vaya si la quiso, a quien no le consta; todavía tenía los dedos manchados de tinta de la última carta, que preveía sin respuesta otra vez de nuevo.
Y parece que aún fue ayer. Y parece que aún fue ayer. Y parece que aún fue ayer, sollozaba Matellán con el rostro desencajado, hecho una piltrafa, escondido en las sombras. No hace tanto del viaje a París, de los besos en el Quai du Louvre, del tren nocturno;
- Aún no hace tanto de ti, Maite
Y sin embargo míranos ahora, tan ajenos.
A Matellán comenzó a temblarle la mano cuando vió acercarse una figura de caminar cansino y macuto al hombro, como recién salido de la cárcel. Sacó de su bolsillo derecho tres o cuatro Polaroid, en las que se veía una pareja besándose en el paseo del Muro, subiéndose a una noria en la Semana Negra y tomando una copa en un local de moda. Apretándolas con rabia las dejó caer y sus dedos, sudorosos, deslizaron lentamente el percutor.
No le fue difícil, después de todo, asociar promesas y desvelos, y era evidente la importancia que para aquellas fotografías tenía el recién logrado régimen de tercer grado, que Pevarelo llevaba disfrutando desde hacía seis semanas.
P.D.- Léase Los finales posibles -a novel-, en despertar(es) maravilloso.
P.D.II.- Photo: Frank Horvat. París, 1955. Quai du Louvre

Monday, January 07, 2008





Mind the gap



Haciendo el último esfuerzo del día recogió del suelo el gastado pedazo de tiza e incorporó a su triste almanaque de pared una jornada más sin mucho que contar, tan sólo una línea, y vertical.


Se preguntaba si alguien ahí fuera repararía en su ausencia, o quizá si inspiraría lástima su estado de abandono, suciamente oscuro y mefítico, tan deshilachado todo él como el desastrado jubón que le servía de almohada.


Pero acostado en su catre rememoraba, noche tras noche, antes de caer en el más ligero de los fríos sueños, las sabias palabras de su compañero Paulus, prediciéndole su descenso a los infiernos por mor de su elevado egoísmo:- “Mind the gap between the train and the platform” , le anunciaba su orondo y querido hermano entre trago y trago de cerveza, antes de recoger, las más de las veces con su lengua, la espumilla del bigote. Lo recitaba con una cadencia cercana a la letanía, como en trance, como alejándolo de él. - eres un ser egoísta, egoíísta,no piensas en nadie más salvo en tí mismo. Además, lo he hablado muchas veces con ellas, y están de acuerdo.


Mind the gap. Oh dios mío, así que estaban en lo cierto. Jamás se le comunicó razón alguna que justificara su encierro, y menos en este calabozo frío y tenebroso, como salido del castillo de If, ni estos latigazos ni esta bazofia de comida que ni el mismísimo Oliverio hubiese probado de puños de Fagin.

Decidió en lo sucesivo ennoblecer su mugriento espíritu, tratando de pensar más en los demás, aún a costa de un notable esfuerzo.

Cada día, a la misma hora de luna, una trampilla se abría en la pesada puerta, a través de la cual el carcelero arrojaba una viscosa ración en el mugriento plato del confinado. Pero al marcharse arrastrando sus pesados pies siempre silbaba una melodía que penetraba en los oídos de nuestro antihéroe, que jamás había cruzado palabra con él. Hace poco escuchó con atención cómo se alejaba y descubrió algo familiar en el silbido. Un par de días atrás supo por fín hallar en los confines de su cerebro la misma balada, y lleno de felicidad se levantó saltando y comenzó a reír: ¡era la canción que había leído en Bajo el yugo, la célebre novela de Ivan Vazov, de 1893!.


Había dedicado un tiempo de su vida a leer lo mejor de la literatura búlgara del XIX, a pesar de la furibunda condena del hermanísimo Paulus a sus lecturas, insistentemente masacradas por su verborrea sub iudice, que arrojaba al fuego inquisitorial cualquier clásico anterior a 1960.


Pero hete aquí que, al día siguiente, antes de cerrar de nuevo la trampilla el carcelero escuchó un murmullo proveniente de la celda: - Ognyanov seguirá silbando hasta que derrotemos a los turcos, camarada...


Temblando esperó a que los goznes de la puerta rompieran el tenso silencio sobrevenido, y de pronto unos ojillos emocionados enfocaron su escuálida figura: - Soy Dmitar Koranov, de Levsky.


Desde entonces los latigazos son otros, transcurren entre citas y comentarios sobre las grandes novelas de Pelin, Milev y Hristo Botev, pero duelen menos, quizá también porque a Dmitar se le ablanda el corazón cuando le hablan de su lejano país.


Hoy abrió el cerrojo con mayor vigor que otras veces, y sus ojillos saltaban de felicidad. Aguardó en el umbral de la puerta y desde el fondo del pasadizo se escuchó una voz grave y antipática tronar:

-Tom Baxter, eres libre.


Al despedirnos, Dmitar me devolvió mi pequeño hatillo, y con lágrimas en los ojos me entregó su ejemplar de Bajo el yugo, con una dedicatoria preciosa:


"Para mi camarada Tommy Baxter, con el deseo de que, como Ognyanov, hagas honor a tu destino y nunca dejes de morir por Bulgaria".


Salí de prisión arrastrando los pies y la luz me obligó a usar mis manos de sombrillas, pero muy pronto unos brazos me sostuvieron y me ayudaron a caminar. Era el hermano Paulus , tan orondo como siempre, alegre por verme de nuevo.
- Paulus, salgo menos egoísta, créeme
- Te creeeo
- Anda, llévame a casa, no sé ni cuánto llevo aquí...
- ¿Bromeas?. Dos meses, que llevas sin escribir
- Oh dios mío, por eso 100 personas se caen al año en el metro...
- Por eso, cretino. Mind the gap, always mind the gap...
- Oh...



P.d.- En el coche ví luego el último regalo de Dmitar, en la página 465 de la novela: la tarjeta para salir de la carcel, get out of jail free...