
One life, one lifetime (Un final posible enajenado). A Paul
Los disparos ensancharon el estrecho callejón a martillazos, pero no llovía, así que el charco había de estar, por fuerza, ensangrentado.
Matellán dio un par de pasos hacia su izquierda y dejó caer su pistola sonriendo nerviosamente. Tiempo atrás, se lo hubiese pensado dos veces antes de descerrejarle dos tiros a nadie, pero tiempo atrás, dice, aún era de día.
El soplo le vino muy de mañana, probablemente de Píriz. Carlota dijo después que recibió una llamada a mediodía: -Aquí Matellán. Estaré en el 6589 un par de horas, pero que sea importante.
Una vez colgó el teléfono, volvió a descolgarlo y salió de la habitación por la escalera de incendios; a la altura del segundo piso perdió el sombrero, que recogió con gran alivio más tarde en el techo de un contenedor de vidrios, y doblada la esquina, tuve que correr para llegar a verle acomodarse en el asiento de atrás de un taxi ya en movimiento.
Una respuesta hosca, a modo de gruñido, desactivó la locuacidad del taxista, que depositó su aburrido fardo tres o cuatro kilómetros más cerca de las afueras, próximo ya a las naves industriales.
El alambre de espino recorriendo los muros olía a privacidad, a sueños enlatados. El frío comenzó a despertarse, y Matellán se subió el cuello de la gabardina mientras sujetaba el cigarrillo con los labios. Parpadeó con un mohín de disgusto cuando el humo penetró en sus ojos y entre lágrimas de picor volvió a mirar impaciente su reloj. - No tardará en salir.
Vaya si la quiso, a quien no le consta; todavía tenía los dedos manchados de tinta de la última carta, que preveía sin respuesta otra vez de nuevo.
Y parece que aún fue ayer. Y parece que aún fue ayer. Y parece que aún fue ayer, sollozaba Matellán con el rostro desencajado, hecho una piltrafa, escondido en las sombras. No hace tanto del viaje a París, de los besos en el Quai du Louvre, del tren nocturno;
- Aún no hace tanto de ti, Maite
Y sin embargo míranos ahora, tan ajenos.
A Matellán comenzó a temblarle la mano cuando vió acercarse una figura de caminar cansino y macuto al hombro, como recién salido de la cárcel. Sacó de su bolsillo derecho tres o cuatro Polaroid, en las que se veía una pareja besándose en el paseo del Muro, subiéndose a una noria en la Semana Negra y tomando una copa en un local de moda. Apretándolas con rabia las dejó caer y sus dedos, sudorosos, deslizaron lentamente el percutor.
No le fue difícil, después de todo, asociar promesas y desvelos, y era evidente la importancia que para aquellas fotografías tenía el recién logrado régimen de tercer grado, que Pevarelo llevaba disfrutando desde hacía seis semanas.
P.D.- Léase Los finales posibles -a novel-, en despertar(es) maravilloso.
P.D.II.- Photo: Frank Horvat. París, 1955. Quai du Louvre