Sunday, October 01, 2006





DESPIDETE S.L. (y II)

by Tom Baxter

La publicidad no pudo resultar más exitosa y a estas alturas tenían encima de la mesa media docena de encargos todos los días. De momento ofrecía dos tipos de servicios: recibimiento y despedida. Quería distinguirse de posibles competidores y diferenciarse de empresas parecidas. La suya no se dedicaba a proporcionar damas de compañía, sino a brindar momentos mágicos para el cliente. Por supuesto, se había cuidado muy mucho la confidencialidad: - hay mucha gente que se siente sola, pero les gusta que sólo ellos lo sepan, la discreción es nuestro primer mandamiento para con el cliente, caballeros...

Por ejemplo, se podía encargar una despedida con hasta una hora de antelación - hora y media si se trataba del aeropuerto-. El cliente refería sus necesidades: si requería una romántica despedida en plena puerta de embarque se ofrecía el denominado servicio de despedida sorprendente, algo más caro y no siempre igual. La clave del negocio era diversificar el servicio, si se ofreciera siempre el mismo la gente sospecharía un cierto sello en Despídete, SL., resintiéndose la calidad y, obviamente, la facturación.

Pero el servicio más demandado era el standard, lacrimosa despedida. Se llegaba a la estación, con tiempo suficiente para emocionar al cliente, a quien se ofrecía un emotivo abrazo a los pies del tren, o del autobús -existía un llamado quick-service para líneas urbanas, la gente incluso empezaba a requerir este servicio un par de días por semana, pero solían ser meros consumistas-o del avión o del barco.
En ocasiones se retiraban a un lugar apartado de la estación, quizá junto a una cabina de teléfono o el puesto de los periódicos y empezaban a brotar las palabras y las lágrimas, los te querré siempre, escribe, etc. e incluso si el empleado tenía un buen día llegaba con una carta preparada que deslizaba en el bolsillo del cliente. La normativa era muy estricta con el final del servicio, se debía esperar en el andén hasta que las manos del cliente se empequeñecieran y se perdieran en la bruma.

Y así quedó Lucía una tarde de noviembre, viendo cómo se alejaba el tren con las manos en los bolsillos de su abrigo y la nariz fría.

Con la mirada perdida, jugueteaba con el billete de 50 euros pero no lograba convertir aquella última hora en dinero, que es lo que hacía cuando, alguna que otra vez, atravesaba la línea.

Dio media vuelta y comenzó a abandonar la estación, aquel día no había mucha gente. Reparó en Sebastián, estaba despidiendo a una señora entrada en años; parecía estar haciéndolo bien, a ver qué comentaba mañana en la oficina.

No lograba contener ese desasosiego creciente que partía del fondo de sus entrañas. Le había pasado un par de veces a lo largo del año, pero nunca de esta manera. También al contrario, un par de locos confundidos a los que hubo que pararles los pies. Había conseguido poner todas las despedidas bajo sospecha, la gente miraba con disimulo los adioses, pero nadie encontraba los ficticios. Había logrado camuflar los suyos, y era tan difícil descubrirlos como adivinar si ese marido que se despedía de su mujer iba realmente a un viaje de negocios o a encontrarse con su amante, o las dos cosas.

Había llamado un par de horas antes, un chico joven: servicio rápido, pensó. Estaba de guardia en la oficina, así que cogió el coche y se fue a la estación a cumplir con el pedido: un standard, el básico. Sólo pensaba en lo bien que acababa la semana, las cosas no podían ir mejor.
Y entonces llegó, y le vio, de pie en el andén. Sí, era él, allí habían quedado y vino corriendo y me abrazó y todo transcurrió en un suspiro maravilloso hasta que me quedé allí, sola en medio del ruido de los trenes. Tendríamos que hacer cola para despedirte, fue lo primero que pensé cuando le vi.

Lucía rebuscó en el bolso las llaves de su coche. Arreciaba la tormenta y le costó un poco encontrarlo en el aparcamiento, ya era noche cerrada.
Le temblaban las manos al meter la llave en el contacto. Se secó la cara y la melena con la manga del abrigo y refugió su rostro entre las manos, tratando de serenarse.
Así estuvo, durante muchos minutos, pero sólo escuchaba la voz de Javier, y volvía a sentir sus abrazos, a revivir su sonrisa. Jamás había sentido algo así, con nadie, nunca.

Y entonces fue cuando se acordó del móvil. Se pasó la mano por la frente para quitarse los restos de la lluvia mientras buscaba en la pantalla el registro de las llamadas perdidas. Allí estaba su número, sólo tenía que llamarle. Cuánto tiempo estuvo dándose golpecitos con el móvil en los labios mientras tomaba la decisión, eso nunca lo sabré. Pero sí que no estaba decidiendo llamarle, sino armándose de valor.

Y entonces me llamó.

O quizá fue que comenzaron los tonos y Javier no cogía el teléfono y a Lucía se le salía el corazón por la boca porque tampoco sabía muy bien qué decirle cuando descolgara así que llegó a pensar ojalá no lo coja, ojalá no lo coja, mañana será otro día...

- ¿Sí...?
- H-hola, ¿Javier?
- Sí, soy yo. ¿Quién eres...?
- S-soy Lucía
- ¿Lucía...?
- Sí, soy yo. Ehm, acabo de despedirme de ti.
- Ah, sí. Dime
- Yo...
- (silencio)
- Bueno, te parecerá raro pero... me gustaría volver a verte o algo
- (Silencio).Ya, yo... Sólo quería el standard, ya sabes, el básico.
- Sí bueno, yo... había pensado que, no sé, tal vez...
- Ya...
- Bueno, siento haberte llamado. Yo... buen viaje Javier...
- Gracias, Lucía. Esto... un abrazo
- Sí, otro para ti
- Adios, Lucía, cuídate

- Sí, adiós




Foto: Chema Madoz